PERÚ

Escribe Luzmila Mendívil Peña de Trelles

Interludio viajero

Desierto, arena, colinas, pequeños valles, pueblos, ciudades, ese era el paisaje que sus ojos miraban. Su cara iba adherida al espejo del autobús, mientras seguía recorriendo carreteras. Cada cierto tramo cabeceaba y luego volvía a recuperar la atención en esos paisajes tan distintos a los que había recorrido. Kilómetros de arena, paisaje gris, y un cielo cubierto de nubes ¡Qué extraño paisaje! pensaba mientras evocaba el canto del río, el bosque de cipreses, su aroma y la impresionante cordillera.
Los rostros de Marta y Juan la acompañaban, como la brisa acompaña al mar; como el viento a la lluvia, como el sol al día, como la luna a la noche. Con esa sensación siguió su travesía, cruzando poblados, inmensos valles, desiertos y playas.
De pronto el cansancio la venció, divisó una pequeña caleta y sintió que era un buen lugar para descansar después de tantas horas de viaje. Mochila en mano, pidió al conductor del bus que la deje en ese apacible lugar.

Caminó y caminó hasta que encontró una pequeña posada suficientemente cómoda para pasar la noche. Don Carlos y Doña Leonor eran los dueños. A ellos les encantaba recibir visitantes para conversar y compartir alimentos.
—¡Debe estar muy cansada! —Le dijo doña Leonor—
—¿Le preparo una agüita caliente o prefiere una limonada? ¿Un pancito con su pescadito frito y salsa criolla o un huevito frito? ¿Qué le ofrezco?
Ema estaba muy cansada, tan cansada que ni sentía hambre, pero al ver a doña Leonor con tanta buena disposición, sintió que sería preferible aceptar comer algo antes de dormir, y así lo hizo y se fue directo a su habitación.
Desde su cama podía ver cómo a través de la ventana aparecía el cielo estrellado, y al centro, cual reina, la luna llena brillante, resplandeciente, simplemente hermosa. ¡Wow esto es maravilloso! La luna es mágica, podría pasarme toda lo noche mirándola -pensó- las olas del mar entonaban un hermoso arrullo, la suave brisa la embriagaba y así se quedó por fin sumida en un sueño profundo.

Los primeros rayos de la mañana la despertaron, el calor, el canto de las olas, y las aves, el olor del mar, todo llamaba gratamente su atención.
—¡Buenos días doña Leonor!
—Buenos días ¿Pasó buena noche? 
—Dormí riquísimo, caí como un ladrillo, con una vista preciosa desde mi habitación. La luna y las estrellas alumbraban el cielo y las olas me arrullaron con su canto hasta que me quedé dormida. Este lugar es fantástico, no quisiera irme de aquí.
—¡Pues no se vaya! —replicó inmediatamente doña Leonor —nosotros estamos felices de tenerla. Como ve, nuestra casa es muy sencilla, pero para nosotros no hay mejor lugar en el mundo.
—¡Tiene razón doña Leonor! tienen muchos motivos para que usted y don Carlos se sientan felices de vivir aquí, ¿Cuánto tiempo me falta para llegar a Lima?, allí me esperan.

—Como ocho horas en bus —respondió don Carlos quien llegaba con pescado fresco —¡Vaya, camine por la playa, no se va a arrepentir!
Salió entonces a dar una vuelta por la playa, sus pies descalzos disfrutaban de la sensación de la arena húmeda y menuda. El agua fría de ese mar le resultaba refrescante, la sensación del agua salada en su piel era una experiencia nueva que ella disfrutaba.
El sol radiante brillaba en el cielo y tanto calor trasmitía, que dejó sentir su presencia en la piel de Ema. El sol era el marco del gran escenario que era la playa y toda la vida alrededor de ella. Ella había oído historias acerca de los incas que adoraban al dios sol, al cual llamaban Inti. Ahora ella entendía por qué era tan importante para ellos.
En la arena, unos animalitos avanzaban raudamente. Eran como pequeños cangrejos morados de patas flacas. ¡Prump, prump! ¡Prump, prump! Era más o menos el ritmo que evocaba su movimiento silencioso. Así corrían los carreteros de un surco a otro, y se escondían, irrumpían en la arena y dejaban la playa llena de pequeñas excavaciones.


—¡Para ser arañas son muy grandes, y para ser cangrejos muy pequeños! —pensó Ema—.
Se acercó a la orilla y vio que cuando el mar se retiraba, cientos de pequeños animalitos se introducían rápidamente en la arena en una lucha por volver al mar. Ema se acercó, sumergió su mano en la arena y al levantarla tenía varios mui-muis en la palma, los que, al moverse, le hacían cosquillas, aunque ella casi no las sentía pues estaba absorta mirándolos. Le llamaba la atención su caparazón ovalado y sus pequeñas patitas que no paraban de moverse. Ema liberó al resto de mui-muis y se quedó con uno solo para mirarlo bien. Descubrió entonces que tenía 10 patas, y una especie de antena. Saciada su curiosidad liberó al pequeño crustáceo.
Y siguió caminando por la playa, el sonido del mar, el vaivén de las olas eran parte de un gran concierto en el que participaban las gaviotas, pelícanos, huanayes y zarcillos. Verlos y oírlos era una fiesta.

De pronto ella se percató de que en medio del mar algo acontecía. Cientos de piqueros se arrojaban cual flechas como si alguien desde el cielo las disparara, y así, se aventaban unas tras otras, compartiendo un mismo objetivo: alimentarse. Lo singular de este acto tan aparentemente trivial, es que aparecía como un gran espectáculo lleno de movimiento y ritmo, como si los piqueros estuvieran bailando una danza celebrando la vida y la abundancia de alimento. Iban y venían, caían en picada, pescaban su alimento y se elevaban de nuevo, repitiendo la acción una y otra vez, incluso algunos daban vueltas en el aire. Ema estaba extasiada con este espectáculo, nunca había visto algo así. Era como si estuvieran todos representando una coreografía llena de armonía y música.
También llamaron su atención un par de pelícanos peruanos de pico anaranjado y mirada intensa. Su apariencia desgarbada le evocaban el andar de dos viejas comadres caminando por la orilla del mar. Su andar pausado, producto de sus cortas patas asemejaba un suave bamboleo de caderas -Ema pensó- ¿Qué se estarán contando? Y empezó a fantasear… ¿Qué podrían decirse esos grandes picos? ¿Qué historias podrían contarse de todo lo que podían esconder dentro de ellos? ¿Qué “chismes” de la playa se estarían contando? ¿Qué habrían visto en sus innumerables vuelos? Sonrió suavemente y mantuvo prudente distancia para no asustarlos y seguir disfrutando de esos simpáticos plumíferos.


Ema se sentía feliz, respiraba el aire puro, y siguió caminando, recogiendo algunas conchitas y piedras. Gozó intensamente ese momento pleno de sensaciones y experiencias nuevas; pero como ese no era su destino, miró el mar, agradeció por ese momento y al calor del sol siguió caminando por la cálida arena dispuesta a recoger su mochila y tomar el bus que la llevaría a Lima. Se despidió de don Carlos y doña Leonor con añoranza y con el deseo de regresar en algún momento.

De la calma a la aventura

Llegar a Lima era su meta. Allí estaría Zoe esperándola en el terminal. Había aguardado tanto ese momento. Ella y Zoe habían hecho muchos planes. Zoe era muy ocurrente y le había ofrecido un viaje inolvidable.
Mientras su mente seguía recordando toda la experiencia vivida en esa pequeña caleta, escuchó la voz que anunciaba su arribo a Lima. Al fin había llegado y empezaba su aventura en esa ciudad.

Presurosa bajó del bus. Allí estaba Zoe esperándola —¡Hola Ema, bienvenida a Lima!. Se abrazaron y como siempre, empezaron a reírse ¿De qué se reían? Ese era un gran misterio porque bastaba una mirada, aunque solo sea de reojo, para que ambas empiecen a reírse con esa risa mezcla de travesura y complicidad. La risa era su código, una forma de comunicación más allá de cualquier palabra. La risa era la forma en la que ellas se decían mutuamente: Estoy feliz de estar contigo.
—¡Llegaste al fin, pensé que nunca lo harías!.  Tantas veces amenazaste con venir y no lo hacías, que pensé que no llegaría este momento, le decía Zoe mientras avanzaban.
—¡Cuéntame de tu viaje!
Entonces las palabras empezaron a fluir sin descanso, entre risas y abrazos. Ema habló de lo extraño que le resultó el paisaje, pero también de los carreteros, de la danza de los piqueros, los mui-muis, y todo lo que, en su imaginación, se contaron las viejas comadres. Era tanto lo vivido en tan poco tiempo que casi no podía creerlo.
—Hoy descansa. Ha sido un largo viaje. Mañana saldremos. Tengo un plan muy especial para hacerte conocer mi ciudad, te prometo que tendrás aventuras inolvidables, dijo Zoe y siguieron hablando y riéndose sin parar hasta que por fin se quedaron dormidas.
A la mañana siguiente Zoe y Ema salieron a dar un paseo por el barrio. Ema conoció a Paco, el amigo skater de Zoe. Él las llevo al parque de los skates, frente al malecón con el propósito de enseñarle a Ema lo divertido que era el skate board.
—¿No te da miedo?.  Preguntó Ema.
—¿Miedo a qué? ,respondió Paco. —El skate es solo cuestión de equilibrio, además, en el peor de los casos, del suelo no pasas. Y con una sonrisa cautivadora le dijo  —¡Vamos, no seas cobarde, inténtalo!

Ema no sabía si tenía más ganas que miedo, o más miedo que ganas. Zoe la animaba y Paco la miraba invitándola a arriesgarse: —Es muy sencillo, mírame cómo lo hago— le decía, mientras mostraba su dominio sobre el skate.
—¿Qué pasa Ema? ¿Tienes miedo?—reiteró Paco. Fue entonces cuando esas palabras sonaron como provocación. Entonces Ema se llenó de valor. Tomó el skate con la sola idea de divertirse y tener nuevas experiencias, ya no había lugar para el miedo.
Deslizarse sobre ese aparato le produjo una sensación muy especial, impulsarse con un pie y desplazarse era todo un acontecimiento. Poco a poco fue ganando confianza y con ella, velocidad. Le excitaba la sensación de libertad y dominio, aunada al riesgo. Como tantas veces antes, se sentía atraída y a la vez temerosa porque la experiencia era como un espiral que cada vez le demandaba más y más velocidad.
—¡Bravoooo!! Le decía Zoe desde otro skate —¡Lo estás logrando! ¡Muy bien Ema!
Ema se sentía la contenta, estaba muy feliz, tan pero tan feliz, que se descuidó y pasó lo que de todas formas en algún momento pasaría, así fue como se cayó de la manera más estrepitosa. Entonces la vergüenza pudo más que el dolor, de modo que se levantó de un solo salto. Ella sabía que no era ni su primera, ni sería su última caída y tenía claro que después de caer, sólo quedaba levantarse y así lo hizo.
—¡No pasa nada! Dijo Ema disimulando el dolor producido por la caída. Cogió el skate y volvió a intentarlo y volvió a disfrutarlo porque siempre tuvo claro que por nada del mundo se perdería la diversión.

Pasaron diez días de paseos por la ciudad, de raspadillas con jarabe de frutas; helados de todos los sabores, cremoladas de todas las frutas, paseos en bote por la bahía, y por supuesto, de más momentos para demostrar su bien ganada pericia en el skate board.
El tiempo pasó volando, era verano en Lima y los días eran más largos, pero eran tantos los planes que parecían más cortos.
En el día el sol brillaba con todo su esplendor y por la noche, la luna se engalanaba aprovechando el corto tiempo que tenía para lucirse en el cielo limeño. Ema disfrutaba de su paso por Lima, pero la partida estaba cada vez más cerca, y ella lo sabía.

Sol, mar y surf

Zoe se levantó muy temprano sin hacer ruido, con una sola idea fija. Levantar temprano a Ema para vivir una última experiencia única, increíble, irrepetible, algo que nunca olvidarían. La despertó rápidamente pues debían llegar muy temprano a la playa. Era el penúltimo día en Lima y por eso Zoe y Ema irían a correr tabla, una experiencia nueva para ambas.
Eran las seis de la mañana cuando llegaron a la playa de piedras. Allí estaba Naif, la entrenadora, una muchacha joven que había ganado varios torneos de surf. Naif las recibió con entusiasmo y las alentó en esta, la que sería su última aventura en Lima.
Primero hicieron unos ejercicios de calentamiento y unos estiramientos para preparar los músculos. Luego vinieron las indicaciones de seguridad: cómo sujetar la tabla al pie, cómo ingresar al mar, cómo avanzar hasta encontrar una ola y lo más interesante cómo montar la cresta de la mejor ola.

Zoe y Ema estaban emocionadas. Esta sería una aventura para ambas inolvidable. Todos esos días juntas las habían unido más que nunca en el amor por el mar y en el significado que tenía en sus vidas. Ambas habían conversado sobre el sol y la luna, reflejados en el mar. Los colores del cielo en el día y en la noche. Habían visto juntas el atardecer del verano en la bahía limeña. teñido de intensos colores que permitían el tránsito del astro rey diurno, a la belleza de la reina de la noche acompañada de su séquito de doncellas, las estrellas.

Decididas y unidas en esa experiencia tan intensa como su amistad, se adentraron cada una con una tabla en mano. Ingresaron lentamente, pero decididas y se echaron sobre las tablas para avanzar mar adentro. Naif, desde otra tabla las alentaba.
De pronto allí estaban, en medio del mar echadas sobre sus respectivas tablas hasta que vieron la gran oportunidad: montar la cresta de la ola y correrla. Ese momento fue eterno, mezcla de adrenalina y dominio, equilibrio, audacia, era algo indescriptible y allí estaban ellas, hermanadas en la amistad y en la vivencia plena de la vida.
Pasada la emoción, salieron y agotadas física y emocionalmente, se sentaron en la playa de piedras a mirar el mar. Fue entonces que Ema le contó a Zoe que el mar de Lima la había cautivado. Lo miró fijamente y se despidió de él evocando cada momento vivido en este viaje.

Risa, brisa, sonrisa
Mar…
Arena, morena, suena
mar...
extenso, intenso, inmenso
Mar…
Apacible, invencible, increíble
Mar…
Mágico, rítmico, magnífico
Mar…
Vibrante, fascinante, deslumbrante
Mar…
Remar, calmar, amar
Mar…
amar el mar
amar el mar
Amar

 

Curiosidades de este Capítulo

Escuchemos la canción que compuso Luzmila