ARGENTINA  

Escriben Coqui Dutto y Julieta Vittore

 

Juan se levanta temprano porque le toca acompañar a un grupo de turistas que llegó hace unos días a Traslasierra. No mucha gente escucha hablar de Sierra Embrujada antes de visitar esta región de Córdoba, pero una vez que lo hacen, es casi irresistible querer conocer el lugar. 

valle Tras S 1

Las palabras salen siempre lindas cuando intentás describir el paisaje. Por ejemplo: si te imaginás mirando el valle desde muy arriba en el cielo, cada pared de montañas que rodea Sierra Embrujada hace la forma de un cuenco de barro, y las casas de adobe que están adentro reflejan sus contornos en arroyitos cristalinos de aguas bien frías.
La mamá le sirve a Juan una taza de leche y le acerca la mochila donde guardó unas frutas —dos mandarinas, una manzana, dos ciruelas y un durazno— y un trozo de queso de cabra. También puso una botella de agua para compartir con los turistas, porque aunque la caminata no es muy larga, algunas personas no vienen muy preparadas y hay que estar listos para proveer lo que haga falta.


Esa mañana el cielo está casi completamente despejado. Las pocas y dispersas nubes cumplen su rol a la perfección, porque se turnan para pasar por delante del sol y de vez en cuando les dan un respiro a los que viven acalorados en la tierra de abajo. Juan piensa que es una suerte que el cielo esté así, porque va a poder mostrarles con más detalle a los visitantes los paisajes durante la caminata. Él puede distinguir un montón de colores que cubren las laderas, y se pasa las tardes buscando alguna nueva variedad de verde y encontrando la frase más precisa para describirla: verde-de-la-paja-cuando-está-reseca-pero-todavía-no-llega-a-ser-amarilla, verde-brillante-casi-fosforescente-como-escama-bajo-el-agua, verde-de-los-ojos-de-mamá-cuando-el-día-está-nublado, verde-mezclado-con-azul-flor-de-chícharo, y así verde sucesivamente. Hay algunos matices que sólo se pueden distinguir cuando los rayos del sol se encuentran con las plantas, o cuando llueve por un par de días y las hojas están libres de tierra, por eso esa mañana Juan está especialmente contento.


Mientras camina, va repasando mentalmente las recomendaciones que le hizo su mamá: —Tenés que ser amable, hijo, y no apures el paso, porque vos conocés el camino como la palma de tu mano, pero la gente que viene no, y tienen que mirar a dónde pisan. —Acordate de parar a cada rato así recuperan el aire, Juan. Pero no les digas que lo hacés por eso, van a pensar que caminan lento. Vos decíles que es para que puedan mirar tranquilos el paisaje desde los distintos puntos, y para que saquen fotos.


El guía y los turistas quedaron en encontrarse en la casilla de la Dirección de Turismo de Las Rabonas a las seis y media de la mañana. Juan llega unos minutos antes y se apoya en la rama de un árbol que forma una curva desde el tronco hasta el suelo, haciendo como un puente entre la copa y la vereda. Se había quebrado con el viento durante una tormenta, pero el árbol siguió creciendo torcido y ahora sirve de asiento y caballo de madera para los chicos del pueblo.
Los turistas llegan a horario. Juan los mira bajarse del auto uno a uno. Primero salen tres adolescentes.

Los trae una señora que tiene puestos unos lentes de sol negros. No se los saca ni sale del auto, sino que solamente baja el vidrio polarizado de la ventanilla y les dice:
—Bueno, me avisan cuando terminen, eh, yo los busco. Nos encontramos acá mismo. Pero esperenmé y no se vayan a ningún lado raro que después nos desencontramos. Chau, Mati, chau, cuidensé.
Cierra la ventanilla y sigue de largo.

Casi al mismo tiempo estaciona un segundo auto: una pareja con acento porteño se baja con el hijo de unos 8 años. El nene tiene la piel muy clara, pero además su mamá lo había llenado de protector solar y estaba blanco como una momia. Por el otro lado se baja una nena que tiene unos seis años y que está tan inquieta que parece que quisiera ir al baño a cada rato. Antes de cerrar la puerta, ya pregunta si puede hacer esto o lo otro, y llega dando saltitos y pateando una piedra hasta llegar a la rama donde está Juan. Se saca la mano del bolsillo de la campera y la tapa rápido con la otra dejando un espacio hueco entre las dos palmas:
—¿Sabés qué tengo acá?—le dice mientras espía por el huequito con un solo ojo—Un grillo. Porque los grillos dan buena suerte, como en la película de Mulán.
—Ah, mirá vos, no sabía… —responde Juan, que no tiene idea de qué le está hablando.
Por último, Juan ve llegar a una chica caminando que lo saluda y que según lo que le habían avisado, es la última integrante del grupo de paseo. Le dice que se llama Ema y que está viajando sola, quedándose en el camping que está sobre la ruta. Tiene unos veinte años, así que no va a demorar el paso, y parece ser tranquila.

Arranca la caminata. Por el sendero, Juan aprovecha para mostrarles y saludar por sus nombres a las cabras y las vacas que se van cruzando. Eso a los turistas les encanta porque piensan que son como mascotas pero en versión del campo, y la diferencia les resulta graciosa. Los tres adolescentes intentan sacarse selfies con las cabras, pero ellas se asustan y salen corriendo, y el resto del grupo se mata de risa de cómo los chicos intentan perseguirlas sin éxito.
Después de otro tramo más de caminata, el grupo ya está bastante cansado. El señor de la pareja de Buenos Aires se queda atrás y los chicos se empiezan a quejar del calor. Juan les dice que falta muy poco para la parada del mirador, y unos metros más arriba ya alcanzan a ver el pequeño bosque donde el terreno se vuelve algo más horizontal. Los dos más chicos agarran envión y van corriendo pendiente arriba hasta llegar a los árboles. Se tumban en el pasto haciendo muecas exageradas de cansancio mientras los demás los van alcanzando y se sientan, agradecidos, a la sombra.

—¿Qué son estos árboles tan raros?—Pregunta la nena, que se llama Luciana, mientras se sube a unos troncos que había en el suelo para tomar envión y saltar hacia arriba para poder mirar mejor.
—Se llaman Tabaquillos, son árboles autóctonos de acá de Argentina.
—Parece que estuvieran hechos de papel.
—Bueno, los papeles están hechos de árbol, nena, así que no es un gran descubrimiento—Comenta uno de los adolescentes y abre grandes los ojos. Sus dos amigos lo miran y se ríen por lo bajo.
Ema se adentra un poco en el bosque y no presta mucha atención a los demás. Todo el camino había estado bastante apartada, y como distraída. Ponía la vista en el cielo, en los espacios grandes, pero no parecía mirarlos. Más bien, era como que sus ojos descansaban en esos lugares para que sus pensamientos pudieran derivar hacia cualquier otra parte. Juan camina un poco atrás de ella.
—¿Todo bien?—le pregunta.
Ema se da vuelta apenas y le hace que sí con la cabeza, pero no habla.
—Perdón, no quería molestarte. Se ve que estabas muy concentrada. 
Todo parece detenido en ese momento, como si ella o alguna presencia invisible manejaran el ritmo del tiempo.
—Sí, me encantan estos árboles… Tienen algo especial —empieza a acariciar la corteza con las manos—. Es como si tuviera ganas de agarrar un borde del papel y desenrollarlo hasta que se muestre algo, un mensaje, un dibujo, como si adentro hubiera cartas...
—Mi papá dice que todo en la naturaleza tiene cosas guardadas, pero que no hablan de la misma manera que las personas.
—Claro, exacto, yo también creo eso, pero si no hablan como nosotros, ¿cómo hacemos para entender lo que nos dicen?
Juan se queda pensando, pero escucha a alguien desde afuera que grita su nombre. Vuelven y encuentran a los demás sacudiéndose el pasto de la ropa y levantándose del suelo. Juan saca el celular de la mochila y se fija la hora: las 11:30. Qué raro, el tiempo pasó muy rápido.
Aceleran bastante el ritmo para tratar de llegar a horario y que el azote del mediodía los encuentre bajo techo. La botella de Juan está casi vacía, así que la caminata es mucho más liviana, aunque su mamá tuvo razón en ser precavida (como siempre) porque a los turistas les hizo falta el agua. Por fin ve la última curva y a los perros que llegan corriendo. 

casa Luis 3

Luis sale a esperar al grupo junto a la tranquera abierta. Tiene la pava de un lado y el mate del otro, y apoya un codo en uno de los postes de madera que forman la entrada. Cada vez que le da un sorbo a la bombilla es como si su cara se sorprendiera, o como si un viento le estirara la piel y él se volviera más joven. Por eso no es muy fácil saber qué edad tiene, porque los años de vida que aparenta le van cambiando con cada gesto que hace, y a veces parece un viejito muy sabio y otras veces un chico que apenas sale a descubrir el mundo. 

Recibe a los que llegan con una sonrisa que muestra los dientes, y ellos la agradecen como si fuera, además de un saludo, una felicitación por el esfuerzo de haber llegado. Pasan primero los tres compañeros de escuela, que se apuran a sentarse en los bancos de abajo de la galería. El resto llega al mismo tiempo: el matrimonio de Buenos Aires con el niño del protector solar y la que resultó ser su sobrina, y apenas más atrás, Ema y Juan. Luis pregunta qué tal estuvo el paseo mientras extiende un mate. Los adolescentes ya sacaron las cartas de truco y están buscando a un cuarto integrante para jugar una partida doble. La mamá busca otra vez el filtro solar y empieza a renovarle la dosis a su hijo, que acepta resignado. Luciana se acerca a su tío y le cuenta que se las ingenió para que su grillo sobreviviera todo el camino, y le dice que ahora lo va a llevar a tomar un poco de agua y buscar unos pastitos para darle de comer,
—...porque a los grillos, si no les da uno la comida, se empiezan a pelear entre sí y se arrancan las piernas, y son re peleadores, tanto que en Tailandia hacen peleas de grillos, y los ponen en unas jaulas chiquitas, y apuestan a ver quién gana, pobrecitos, ¿no? Además...
El tío se harta de la conversación de su sobrina y, a modo de escape, decide sumarse a la mesa de las cartas. En eso, mientras revuelve la salsa, Luis avisa que la comida va a estar lista en más o menos una hora y que ese rato es un momento de descanso.

En un declive del terreno hay dos hamacas paraguayas colgando de tres árboles —comparten el tronco del medio— y que están en el camino que baja al arroyo, ubicado todavía más abajo. Aunque desde ahí no se puede ver, se sienten su olor y su murmullo. En una de esas se sienta Ema y saca de su mochila una libreta que tiene enganchada una lapicera. Con la nariz casi pegada a la página, empieza a dibujar una letra tan chiquita que parece un alfabeto inventado por ella. Es, en realidad, un listado de ciudades, y después, empiezan a ser las líneas de un mapa. Escribe sobre los lugares a los que piensa viajar en los próximos meses, tratando de definir su itinerario: quizás primero Chile, después Perú y de ahí por el norte argentino hasta cruzar a Uruguay… después capaz Brasil… 
La mamá —que ya terminó de embadurnar a su hijo— comienza a llamar a su sobrina para proceder a hacer exactamente lo mismo con ella. La llama varias veces y como no tiene respuesta, se inquieta:
—¿Alguien vió a Luciana?
—...
—Tranquila, no puede haber ido muy lejos... —comenta Luis.  
—Recién estaba conmigo, dijo que se iba a darle de comer a su grillito— se ataja el esposo mirando por arriba de las cartas.
Ema deja su libreta a un lado y dice:
—Yo la voy a buscar, me parece que la vi yéndose por el camino por donde vinimos.
—Te acompaño—le dice Juan. 
Y salen los dos tras los pasos de Luciana, que por lo visto había avanzado bastante, porque no se la ve cerca. Después de cruzar la pendiente que sube hasta el camino principal, todavía no hay rastros de ella. Los costados del camino están llenos de pajonales, altos y tupidos, y a Juan se le ocurre que quizás Luciana está escondida detrás de alguno, queriendo hacerles una broma. Comenta en tono exageradamente alto:
—¿Dónde estará Luciana, che? ¡No la veo por ninguna parte! ¡Qué bien que se escondió!
Ema entiende su intención y le sigue el juego:
—¡La verdad que ni idea, Juan! ¡Yo tampoco la veo por ninguna parte! ¿Dónde se habrá metido esta niña?! ¡Luciaaana, Luciaaaaana! 
Pero no escuchan respuesta, ni tampoco algún ruido que les indique que Luciana está cerca. Siguen caminando mientras tratan de no pasar por alto ningún lugar por donde podría haberse ido. La llaman. La llaman más fuerte. Cuando ya se aturden con sus propias voces, deciden hacer silencio un momento y seguir mirando. 

Al ratito, escuchan una voz lejana que responde: 
—¡Acáááá! ¡Ayuuuudaaaa! ¡Estoy en el bosquecito!
Los dos se miran y se precipitan corriendo hacia allá. Encuentran a Luciana llorando, trepada a un árbol que tiene un hueco y con un brazo metido dentro, como si hubiera querido agarrar algo que se había caído. Cuando los ve, la niña se tranquiliza, pero empieza a hablar sin parar:
—Es que mi grillo de la suerte se escapó y yo lo corrí por todos lados y después llegamos acá y él se escondía entre los troncos... 
—Calmate, calmate Lu, tranquila, después nos contás bien —dijo Ema—. Ahora veamos con qué te trabaste el brazo.
—¡Es que no me lo trabé!!! No lo puedo sacar, pero no hay nada que me esté agarrando, ¡este árbol es muy raro! 
Juan observa la situación tratando de entender lo que está pasando. El grillo salta desde una rama alta y se apoya en el hombro de Luciana, pidiéndole perdón con su cri-cri por haberla puesto en esa situación. Ema se estira un poco para mirar y, efectivamente, comprueba que no hay nada que retenga el brazo de Luciana, quien vuelve a tirar con fuerza hacia atrás. En respuesta, las distintas capas de la corteza del tabaquillo cobran movimiento y se aferran al brazo con más fuerza. Luciana grita. Ema se sobresalta y se echa hacia atrás. Sin pensarlo, la boca de Juan repite: -La naturaleza tiene cosas guardadas, pero que no hablan de la misma manera que las personas… Ema reconoce la conversación de esa mañana y continúa la frase: -Si no hablan como nosotros, ¿cómo hacemos para entender lo que nos dicen?... El grillo empieza a cantar tan fuerte que Juan tiene que gritar por encima de él para que las chicas entiendan sus palabras:
Toda Sierra Embrujada es un espacio mágico, donde la naturaleza se protege de las personas que intentan dañarla…
—No entiendo nada de lo que están diciendo. 
—¿Te acordás de algo especial?, ¿algo que hayas hecho antes de que el tronco te atrapara el brazo?
—¡No!, sólamente estaba muy enojada, porque no encontraba a mi grillo…
—¿Y...?
—Bueno... empecé a romper las hojas de los árboles...— le empieza a dar vergüenza y se da cuenta de lo que pasa—...también pisé unas ramas y rompí las cortezas que estaban en el suelo…
Ema se vuelve a acercar al tronco donde está aprisionada Luciana y lo revisa en detalle. Se fija si hay algo que destaque, un indicio, una marca por donde buscar la solución. En eso, el grillo detiene su canto aturdidor. Con el silencio recobrado, a Ema le parece escuchar un susurro lejano y acerca su oído todavía más al tronco del tabaquillo. Juan también se acerca y empieza a acariciar cariñosamente los pliegues de la corteza. Ema cierra los ojos y, con un costado de su cara apoyado en el tronco, entra en un estado de concentración extrema. Suspira dos veces, dos grandes y sonoras bocanadas, y empieza a tararear una melodía que parece repetir lo que alguien le dicta desde el interior: 

MAMPA MAMPA MAMPA SACAT
MAMPA LENIN, UÑAPA SAN
UÑAPA MAMPA, MAMPA SAN

Al ver a Ema como hipnotizada, Juan y Luciana deciden seguirle la corriente. Las palabras no significan nada para ellos, pero cuando juntan sus voces, se parecen al sonido del viento que sopla entre los árboles. La melodía se repite una y otra vez:

MAMPA MAMPA MAMPA SACAT
MAMPA LENIN, UÑAPA SAN
UÑAPA MAMPA, MAMPA SAN

En ese momento, una ráfaga de aire trae una nube que se ubica justo sobre el bosque de tabaquillos, dejando caer unas tímidas gotas. Luciana siente que el brazo se le empieza a aflojar y que, al contacto con el agua, la corteza retrocede. El árbol se vuelve maleable y abre un espacio para que la niña pueda liberarse. Cuando lo hace, ella canta con más entusiasmo y el grillo, que se mantiene sobre su hombro, disfruta de ese momento. Cantan los tres juntos, celebrando la lluvia que es como un regalo a esa hora del día. Repiten las palabras y la melodía como una oración, viendo cómo hace efecto sobre ellos mismos y sobre las cosas. Sienten que ese canto los une al paisaje; hablan en ese momento, un mismo idioma. Sin cansarse, dejan que sus cuerpos bailen suavemente, como los arbustos que rodean los tabaquillos. Cantan y los troncos de los árboles resuenan con ellos. 
Cantaron por no se sabe cuánto tiempo, hasta que empezaron a sentir unas voces que los llamaban desde afuera.  Luciana, Ema y Juan se miran emocionados y sin decir nada, sellan un pacto de silencio entre los tres. ¿Quién podía entender lo que había pasado? ¿Qué había pasado realmente?
El resto del grupo, guiado por Luis, había salido a buscarlos, preocupado por la tardanza. Los tres responden al llamado y se dirigen por el camino que lleva de vuelta a la casa de Luis. Pero antes, cantan una vez más la melodía y Juan coloca dentro del tronco algunas cortezas que estaban por el suelo, haciendo una pequeña ofrenda.
Apenas la ve, el niño que parece una momia corre a darle un abrazo a su prima y le dice que le deja la cama alta de la cucheta. Luis les explica que salieron a buscarlos porque no querían comer hasta que no estuvieran todos. Regresan a paso rápido y sólo se escuchan los retos de la tía de Luciana.  

****

En el río, los tres adolescentes se tiran a la parte honda haciendo caras desde una piedra y el matrimonio toma sol sobre un ínfimo pedacito de arena. Luciana está sentada con su primo, un poco alejada del resto del grupo, a la sombra y con el grillo entre las manos. En eso, Juan aprovecha para preguntarle a su papá:
—Papá, ¿qué significa mampa? 
Luis mira con ternura a su hijo y le acaricia la cabeza:
—Significa agua que corre en la lengua de los antiguos pobladores.
Juan se deja acariciar y levanta la cara hacia el sol con los ojos cerrados. Mil soles se encienden dentro suyo, brillando en la oscuridad y dispersándose desde la frente hacia todos lados, como formando pétalos de diente de león. No sabe si es verdad o si lo está imaginando, pero le parece escuchar a su papá que, mientras se aleja, tararea la melodía que hace un rato cantaron juntos con Ema y Luciana. No dice nada. Prefiere dejar que el canto siga sonando con el viento de la tarde.
Cuando Ema lo ve, va a sentarse a su lado y le da un dibujo hecho en una hoja arrancada de su cuaderno. Es una vista general del valle y en una esquina, tiene la fecha de ese día y su firma. Juan le agradece contento y le dice que lo va a colgar en la pared de su cuarto. En silencio, se quedan mirando el río que baja por la montaña. Ema dice que cuando mira el paisaje le dan ganas de caminar, para ver los lugares en donde el agua desemboca. Y que Incluso al final, siempre hay otro camino por seguir, otro río del que encontrar su fuente. Juan la mira sonriendo, y le señala un panadero que está justo al lado de ella.
—¡Pedí un deseo!—le dice. 
Ema se inclina y sopla con los ojos cerrados, igual que como había hecho en el bosque de tabaquillos. Las semillas del diente de león se esparcen por el aire, blancas y livianas, y los chicos las ven viajar, promesas de flor en otros suelos. 
—¡Voy a escribirte sobre mis viajes, Juan! ¡Voy a mandarte mis dibujos y mis cartas!

 

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